Se abre el telón mientras comienzan a sonar las primeras notas de Stardust de Hoagy Carmichael. La cadencia de la melodía acompaña a la imagen presentada ante nuestro espectador. Un joven que responde a las iniciales H.C mira con recelo la estancia. Del escenario emergen unas escaleras blancas donde subyace una improvisada zona de trabajo formada por un escritorio con patas tambaleantes; una silla humildemente hecha de plástico que no encarece a la vista; un portátil que alberga desconocidos documentos y un tarro de cristal marcado por la ceniza de cualquier fumador convulso.
La música deja de sonar, y el actor y propietario del volátil puesto de trabajo toma asiento con aire desalentador. Su posición hierática consigue crear dudas en H.C, hombre perspicaz, que intuye poca humanidad en el protagonista de la obra. A.M son las iniciales bordadas en la camiseta del intérprete. Nunca ha de olvidarse que tanto A.M como H.C conviven en una aparente realidad disfrazada de obra teatral. Sus miradas se juntan en la diagonal izquierda gracias a las posiciones que toman desde sus respectivos asientos. El observador no se siente observado porque, inmerso en su portátil, ha olvidado que la realidad sigue existiendo.
H.C se deleita con los sonidos mecánicos y exagerados causados por el rápido teclear de A.M. La aparente anhedonia asintomática del intérprete comienza a dejar de serlo cuando el acto primero se alarga en el tiempo inexorablemente. Sumido en la desidia, H.C consigue convertir los detalles menos ostensibles en un falso entretenimiento, como por ejemplo: el lento baile creado por el humo del cigarrillo; los movimientos de la pierna inquieta de A.M; el cambio de luz producido por el brillo de la pantalla del portátil y el desconcertante guirigay que sale de los AirPods. Pero de repente, en el acto dos, el actor comienza a hablar sin parar en lo que parecen diferentes videollamadas sin interrupciones.
El escenario cambia de iluminación debido a la llegada nocturna sin previo aviso de un día cualquiera. Nuestro espectador está extenuado y decide prorrumpir la actuación vociferando súplicas con la intención de terminar con dicha obra. Pero A.M parece no percatarse de lo sucedido más allá de sus cuatro metros cuadrados constituidos por la monotonía del trabajo. Convencido de que es una máquina del teletrabajo, H.C se levanta e irrumpe en el escenario para coger un cigarro de la cajetilla de nuestro actor. Este, impasible, muestra una extraña mirada que denota una llamada de auxilio, en la cual H.C se refugia para solventar sus sospechas.
«El actor no puede dejar de actuar. Pero el humano tras la actuación se ha convertido en una máquina de trabajo». Pensó H.C inhalando la última calada y observando los vivos ojos de A.M. Este, se percata de las divagaciones de su espectador y se quita los AirPods para dirigirse, por primera vez en toda la monotonía de los actos, hacia H.C.
–Ya he enviado el último email. Y no, no soy una máquina. Estoy teletrabajando.
Como cualquier espectador, el nuestro no es menos que otro, y duda vehemente de sus palabras. Vuelve hasta su siento, tose, se coloca en la misma posición diagonal y al escuchar la tecla enviando el último email, termina por pensar en lo siguiente: «Si fuera una máquina, él no sería consciente de ello. Es un humano como yo; viviendo un año como el nuestro».
La realidad es otra y las escaleras que antes bajaban, ahora solo suben. Se cierra el telón para poder dejar a las máquinas seguir viviendo únicamente entre las páginas de una obra de Isaac Asimov. H.C y A.M se encuentran entre bastidores y consiguen dialogar sin guiones porque ya es viernes.
Photography: Harmony Korine
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