Llevo tiempo intentado cómo estructurar con coherencia el siguiente texto. Tengo pánico a caer en un sentimentalismo vacuo, pero tampoco quiero perderme en metáforas de intérpretes con cierta moral baja inscrita en versos endebles. Ya no vivo en La Latina. Que por cierto, ha sido el barrio encargado de iniciar mi vida en la capital.
Desde Carrera de San Francisco número doce caminaba hasta el metro más próximo para enfrentarme a los primeros días de trabajo. Me senté en el andén de la línea cinco. Un chico, seguramente con las mismas características del actor en ciernes del primer párrafo, ocupó los dos asientos contiguos. Su gran mochila merecía un descanso. Me sentí taciturno al lado de aquel extraño, pero no tuve tiempo de palpar la soledad del primerizo.
En los meses siguientes el amor llenó el vacío del asiento más íntimo de la ciudad. Recuerdo sobre todo un concierto de Devendra Banhart bajo el anochecer de los primeros días de verano. El único hueco libre del zoológico humano estaba reservado para mi nuevo y último amor.
En las butacas cuatro y seis de la fila siete de los cines Renoir Retiro nació un matrimonio. En la parte de atrás del taxi camino a Gran Vía surgió un importante roce de manos. El par de asientos plastificados del hospital sirvieron para conservar nuestro peculiar silencio repleto de matices. Y como no, las dos sillas enfrentadas en el comedor de mi casa guardaron miradas de complicidad con la canción Perfect day de Lou Reed actuando como único testigo externo de la expresión tan utilizada «a la par».
Pero cuando todo terminó. Volví a sentarme en un vagón del metro. Y aquí es cuando comenzó el síndrome de la silla vacía. Pensé en aquel actor que ocupó con su mochila dos asientos y lloré. Ahora mismo yo invado los lugares con el doble de espacio. La mochila que cargo tan grande y pesada es imperceptible, pero ocupa sin facturar en los aeropuertos. Y cuando miro a mi lado siempre hay una silla vacía. Ya sea en el cine, en un concierto, en el taxi, en casa, en el trabajo o en un bar. Un lugar que corresponde a alguien que olvidó como sentarse. Escribo esto incómodo con un latigazo cervical. Y la silla de mi lado sigue vacía. Una vez Benigno, el personaje principal de Hable con ella dijo: «Me identifiqué mucho con esa gente, que no tiene nada y que se lo inventa todo».
El síndrome de la silla vacía es un reflejo de todo ello.
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