En una película de 2010, dirigida por Jorge Coira y titulada 18 comidas, llamó especialmente mi atención uno de sus relatos. Ante la «mítica» petición de “¿Y si nos vamos a vivir juntos?” se produce la siguiente contestación.
«Yo ahora vivo solo, pero no me siento solo. Y tengo pánico a que te vengas a vivir, un día te vayas… y me sienta solo».
Puedo interpretar y desarrollar múltiples teorías sobre ello... pero, aunque me cueste… no quiero implantar una opinión propia por la subjetividad que requiere el tema. No quiero eso, repito nuevamente. Solo quiero contar algo sobre mi matrimonio con la soledad. Creo que la situación que estamos viviendo necesita de experiencias para poder valorar en nuestras casas.
Durante años por diferentes motivos he tenido que estar solo por obligación y en contra de mi voluntad (Ser hijo único no cuenta, pero hasta cierto punto). Al principio vivía en una pequeña y silenciosa cárcel donde la lucha contra uno mismo finalizada en victoria (sí o sí), o quedarías preso de por vida. Existieron días en los que una conversación se reducía al monólogo más inconexo, desesperante y en donde ninguna distracción era capaz de cumplir con su cometido. Pero siempre llega el momento en el que te acostumbras, la entiendes, e incluso acabas amándola. Recalco que todo ello es compatible con tener una vida social.
«¿Por qué tenemos tanto miedo de pensar en soledad y en silencio?». Creo que quiero no saber la respuesta. Yo solo sé que hace tiempo que le he perdido el miedo a este nuevo compromiso. Sin anillo, sin responsabilidades y sin promesas futuras. La garantía de un poder que sirve para saber con certeza que de todo lo malo sale algo bueno, aunque cueste creerlo.
En muchas citas célebres que nos apropiamos creemos que, para estar bien con alguien, antes tienes que estar bien contigo mismo. Así que es ahora o nunca. El nuevo mundo está a la vuelta de la esquina, y si se pierde el miedo al «nuestro yo» más profundo del desconocimiento, saldremos con la seguridad de tener los pensamientos más en orden. Seremos conscientes de ello, cuando llegue ese abrazo tan deseado sin una carga más que entregar y ni un metro menos que tomar.
Estar solo para pensar. Pensar antes de hablar. Hablar después de escuchar. Y escuchar la soledad ajena con empatía. Ya está, es más sencillo de lo que parece. Hasta que la eternidad nos deje, claro.
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