Hablo de la opresión de un nenúfar, no de su enfermedad.
Ahora mismo siento que vivo en la piel de la protagonista femenina de la obra literaria La Espuma de los días de Boris Vian. El nenúfar que le nace en el pulmón derecho a Chloé consta de una curiosa terapia para su desaparición; estar constantemente rodeada de flores. En mi caso ningún nenúfar oprime mi pecho, pero la descripción para plasmar ese acongojo que crece en la zona más sentimental de mi estructura se encuentra entre las páginas de esa novela. No puedo mitigar el falso nenúfar ni con flores de plástico, pero tampoco con palabras que salgan de mi subconsciente. Por ello, tras cierta catarsis inequívoca y repentina, me vienen a la mente historias ajenas e imposibles que ayudan, mediante la escritura, a canalizar los temblores de unas manos laceradas y palpitantes de venas con sabor a cafeína.
Sentarme en la silla para contar una historia es una fuerza invisiblemente catalizadora para los ojos ajenos ya que, mis explicaciones resultan confusas para relatar la realidad de una mente que no cesa ni cuando parece cesar. Me refugio en la ficción, como quien se refugia en las flores para tamizar la opresión que ejercen los tabiques de una casa que empequeñece diariamente.
La realidad termina cuando pienso en una ciudad sin nombre en la que sus habitantes, la mayoría de caminar nocturno, habían olvidado cómo comunicarse. Los únicos sonidos que corrompían el silencio provenían de cuatro coches que tocaban el claxon sin fundamento, y de algunas suelas hundiéndose en charcos escondidos entre los baldosines de la oscura vía pública. Nadie estaba acostumbrado a escuchar, a otro alguien, hasta que un joven sintió una voz tras su nuca que le resultó familiar. Como si se tratase, por ejemplo, de una epidemia, todos comenzaron a escuchar conversaciones perfectamente conocidas de allegados que ya no vivían en esa ciudad sin nombre. La población no tardó en comprender, debido al propio aburrimiento de la incomunicación social, de que cada uno de sus componentes habían desarrollado un sexto sentido. Cada uno de ellos podía escuchar, como si fueran médiums, a algún ser querido dialogando con total naturalidad. Lejos de crear un caos, la situación se había tornado en un hecho habitual.
La gente terminó por entender que nadie hablaba al aire, ni tampoco que nadie había perdido el juicio. Solamente habían recordado lo olvidado; la necesidad de dialogar con los que ya no están. Un edil, el más osado de la ciudad, decidió asignarle un nombre al lugar: Nenúfar. «¿Por qué?» le preguntó el joven que continúo hablando hacia la nada con uno de sus antepasados más queridos. «Tu pregunta tiene fácil respuesta» le contestó orgulloso el edil: «Nenúfar, porque desde que todos han vuelto a relacionarse con los que se han ido, ningún nenúfar oprimirá más sus pechos».
Las noticias se hicieron eco del insólito fenómeno paranormal de la zona. Los periódicos titulaban sus portadas con sugerentes oraciones: «Los habitantes de Nenúfar pueden comunicarse con los muertos». Muchos vecinos cercanos al lugar llegaron con la esperanza de volver a escuchar las voces de sus antiguos amores. Nadie ajeno puede lograr esa especie de ouija natural. «¿Por qué ellos no?» cuestionó el joven, posteriormente terminada la conversación con su fantasma. «Porque ellos no habían olvidado lo que esta ciudad dejó de recordar».
Termino estas líneas sin plasmar correctamente un sentido. Pero el nenúfar ha ido empequeñeciendo con cada tecla pulsada. Eso sí, aunque las manos ya no se observen laceradas, pequeñas cicatrices han ido surgiendo bajo la dermis. Finalmente mi ciudad no ha conseguido encontrar ningún nombre correcto, porque quizá solamente las flores, aunque sean de plástico, puedan devolverle la visibilidad a lo invisible.
Photography: L'ecume des jours (Mood Indigo) 2013, Michel Gondry.
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