Érase una vez un pequeño elefante que se enamoró de otro gran elefante. Con el porvenir de los acontecimientos el amor se solidificó convirtiendo tal hecho en la envidia de toda la sabana. Pero un día cualquiera, justo en el momento más significativo del incandescente atardecer, el pequeño elefante comenzó a notar cierto distanciamiento en su pareja. El gran elefante negaba con diligencia dicha verdad y el pequeño elefante se esforzaba cada día en agasajar con flores su nido de amor. Nada podía evitar el final ya que la soledad llegó sin previo aviso. Por tanto esfuerzo, el pequeño elefante, se olvidó de su propia existencia. Durante meses se quedó dormido bajo la copa de un árbol soñando con el amor del siglo XX mientras su cuerpo pasaba de estado sólido a líquido.
Nadie quería estar al lado de un elefante líquido sin aparente alma y atractivo. Él nunca culpabilizó su nueva imagen al desamor, pero se sentía menos protegido que cuando era sólido, porque habitualmente estar solidificado se vincula, sin ninguna explicación clara, en un ser más seguro de sí mismo.
Durante otro atardecer un diminuto pájaro se fijó en el nuevo estado del elefante, y como si se tratase de una simbiosis animal, todas las semanas se posaba encima para beber un poco del nuevo brebaje. Sin olvidar a su primera pareja, el pequeño elefante se volvió a enamorar de aquella ave de alegres ojos. Su sed lo hacía sentir necesario porque le daba sentido al líquido. Pero como siempre hay un pero, el diminuto pájaro salió una noche volando para no volver nunca.
Dos fracasos en el amor, dos estados de la materia. El amor líquido pasó a ser un amor gaseoso. Si antes era más difícil huir de la soledad, la invisibilidad del gas respondía a cualquier pregunta de índole existencial. El pequeño elefante voló por la sabana hasta el fortuito encuentro con un tigre que le resultaba gracioso jugar con el gas. La conexión surgió entre zarpazos al aire. El amor aguantó hasta que, envidioso por el estado sólido del tigre, el gas se volvió tóxico. Las malas experiencias del pequeño elefante contaminaron el aire de la sabana, y cada pareja formada que respiraba su toxicidad olvidaba cualquier sentimiento relacionado con el amor, incluido el de amar a uno mismo.
La sabana y sus especies intentaron recuperar la solidez mediante múltiples métodos que no sirvieron de nada. El cansancio contraía el tiempo de los noviazgos. El miedo y la toxicidad creada en el ambiente acortaron la esperanza del amor. Finalmente, el pequeño elefante, el gran elefante, el diminuto pájaro y el resto de las especies se tuvieron que conformar con el recuerdo de algún amor vivido en el siglo pasado.
Nadie fue feliz, ni nadie comió perdiz.
Feliz es el destino de los enamorados de los años 90.

The Lobster: Directed by Yorgos Lanthimos. 2015.
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