Prólogo:
He escrito sobre este tema en diversas ocasiones, pero casi siempre desde una perspectiva aparentemente ajena. La utilización de la tercera persona ha servido de falso refugio y los personajes ficticios siguen siendo excusas perfectas para atenuar los mayores crímenes. Pero el otro día relaté, después de mucho tiempo, pasajes de mi vida en voz alta donde la ciencia ficción ya no era una opción. Es cierto que en este blog entre verdad y verdad, miento y que, utilizando expresiones ampulosas, creo textos tamizando el dolor de alguna que otra realidad. Lo descrito a continuación no tiene adornos porque se supone que es más fácil escribir que revivir. Voy directo al hueso y sin anestesia porque en esta historia le cuerpo está desollado.
Capítulo 1: Maricón.
Cuando tenía cuatro años escuché por primera vez la palabra maricón. Yo estaba con mi mejor amiga cerca de la verja del patio de mi colegio. Ninguno de los dos entendíamos su significado, y mucho menos en aquel sentido tan peyorativo. Con una edad tan temprana un año de diferencia es un salto al vacío, y específicamente para nosotros un salto sin red, así que tras nuestro involuntario silencio, el «niño mayor» volvió a decir maricón, esta vez tocándome el hombro por si no me había enterado bien. Ese gesto tan pequeño como yo, marcaría el resto de mi vida estigmatizándome hasta llegar a su punto más álgido. Recuerdo ese día como el nacimiento del niño triste, ese mismo que subyace ahora en esa piel inexistente y que se ha vuelto tan duro como el hueso para negarlo todo. Desearía haber fingido que todo estaba mal, pero solamente fingía que todo estaba bien.
Capítulo 2: Los insultos.
Siempre eran niños los que vociferaban como babuinos aquellos insultos con tanta facilidad como patadas le daban a un balón, ese mismo balón que una tarde se espetó repentinamente contra mi cabeza por pasar con una mochila de Pocahontas. Yo iba en tercero de primaria, ellos en cuarto. Al salir del colegio seguían gritando y gritando mientras sus madres en silencio asentían confiando que la educación de sus hijos estaría dentro del recinto, porque fuera se callaban sin mostrar ninguna vergüenza. En ese curso me pusieron un punto negativo en las notas porque no respetaba a los demás. El motivo real que recibió mi madre fue el siguiente: Su hijo no se integra bien con los demás. Nunca juega al fútbol. Sobra decir que siempre estaba con niñas peinando barbies y cantando las Spice Girls, aunque cabe destacar lo más importante: hacía ballet clásico.
La única manera de saltar de pie y con seguridad era bailando. En las clases de danza no existía el salto al vacío porque allí podía ser alguien más que el maricón del colegio. Sigo poetizando este capítulo debido a la mezcla de inocencia y desconocimiento que yace en cualquier infancia, y pese a que no existía ninguna semana sin miedo, lo peor estaba por llegar. Por cierto, un saludo al chico de cuarto que en el porche del patio me agarró por los pies y me zarandeó hasta que se cansó. Por supervivencia se cansaban antes ellos, que yo.
Capítulo 3: Los otros.
En sexto de primaria iba solo desde mi casa hasta el colegio. No había crecido mucho, por lo que nunca fui lo que se consideraba un chico robusto, un chico fuerte. Hasta ese momento, el mayor peligro se encontraba dentro del recinto por culpa de nombres y apellidos que aún tengo grabados en mi subconsciente. Camino a clase me encontré con un grupo de chicos que iban otro colegio distinto al mío. No me conocían de nada, no sé que vieron en mí y sigo sin entender por qué yo me convertí en su punto de mira desde el minuto uno. Durante el primer trimestre me esperaban en la esquina del final de la calle para meterme dentro de un círculo. Siempre dentro, nunca fuera. El día que se lo conté a mi madre llorando fue porque el límite llegó en forma de insultos, empujones, escupitajos y risas. Al enterarse de ello, mi madre me dijo que fuera a clase con naturalidad, como todos los días, pero que esta vez ella iría detrás de mí como si no me conociera. Imaginaos lo que tarda un leona en atacar cuando ve a su cachorro bajo amenaza. Pues eso fue lo que sucedió. Días después las madres le dijeron a la mía que algo habría hecho yo para que ellos se metieran conmigo. Con solamente verme no hacía falta más pruebas. Cuando el camino al infierno era el propio infierno, yo cambié de personalidad. Para siempre.
Capítulo 4: El instituto.
Por aquel entonces ya había aceptado el papel que iba a adoptar en mi clase. Me convertí en un mal estudiante y dejé de ir al averno por algunas de las siguiente situaciones:
– En el recreo «los mayores» me tiraban la mochila por la ventana.
– En la cafetería un grupo de otros «mayores» me abofetearon hasta que caí en las mesas adyacentes a la mía. El motivo a día de hoy no sé cual es.
– Subiendo las escaleras hacia mi clase me escupían y tenía que meterme en el baño para limpiar los «lapos» de mi plumas rojo, y no, no es una metáfora.
– Cuando pasaba por los pasillos del piso de arriba me hacían la zancadilla. Aún me parece escuchar las risas de las hienas en mi nuca.
– En los vestuarios cogían el desodorante AXE cerca de mi cara para hacer llama con un mechero.
Repetí dos cursos de la ESO, por mi culpa, y por vivir los puntos anteriores mensualmente y a veces incluso, conjuntamente. No era un instituto de El Bronx, para mí sí, pero no lo era porque yo no decía nada.
Capítulo 5: Miedo y silencio.
Tras más situaciones semejantes a las descritas anteriormente, un día exploté en mitad de clase con lloros porque había suspendido un examen. Realmente utilicé el suspenso para no contar el motivo real. La profesora consiguió sacármelo después de una hora, así que, tuve que señalar los nombres de los culpables en el cuaderno de alumnos como si de una rueda de sospechosos se tratase. Por miedo no señalé a los cabecilla de cada grupo, sino a sus acólitos. Sabía que si decía la verdad completa, a la salida del instituto estaría solo frente a ellos. Y así fue, tuvieron su remienda por parte del profesorado, pero fuera del colegio estaba solo. Los acólitos me acosaban más por ser un chivato, y los cabecillas... tenían mi silencio. Nunca devolví una bofetada y miento si digo que no me arrepiento, pero es muy fácil pensarlo desde mi actual posición.
Epílogo:
Escribir me salvó. Esta historia me encantaría que fuera mentira, pero mentiría si no fuera mi historia. Y si algo he aprendido es que detrás de un maricón siempre hay una gran mujer.

Yo en alguno de los capítulos.
Leer esto, duele. Eres maravilloso Nestor 💞
Bravisimo texto. Es curioso como estas vivencias amoldan nuestra personalidad y nuestra forma de relacionarnos. Yo todavia tengo terrores nocturnos y ataques de ansiedad por esa época